La sangre a la cabeza

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Cuaderno de viaje

   Hoy he llegado al fin del mundo y aquí el paisaje no se parece a ningún otro, continuamente se mezclan amanecer y anochecer, brillan a la vez sol y estrellas porque, no hará falta que les diga, más allá no hay horizonte. Aquí, a un solo paso de la nada. Aquí, donde no hay que tomar impulso para saltar al vacío.

   Hoy he llegado al fin del mundo y les recomiendo el viaje. El trayecto es largo, así que no lo demoren. Salgan ya de sus casas, ahora mismo. Les sugiero que no lleven equipaje. Vayan descalzos, cuando sus pies se endurezcan no encontrarán mejor zapato. Vayan sin ropa, quizá se avergüencen al principio pero lo agradecerán cuando vean cómo la desnudez aligera el peso de uno mismo.

   Hoy he llegado al fin del mundo y sé que dirán que miento: geólogos, astrónomos, cartógrafos reunidos en concilios ecuménicos pergeñando estrambóticas teorías que me desacrediten: dibujarán mapas, mostrarán esferas achatadas e inventarán palabras sin significado para que ustedes los crean cargados de razones. Pero lo único que quieren es ocultar que nunca llegaron a donde yo he llegado. Cobardes. No se fíen de ellos, salgan de sus casas y avancen recto. Ese es el camino. No se fíen de ellos si quieren llegar al fin del mundo. No se fíen de nadie si es que quieren llegar a donde yo llegué.

No se fíen de nadie, pueden creerme, no se fíen. Ni tan siquiera de mí.

Personajes Históricos VI. Cristóbal Colón.

O sobre como una noche de amor puede cambiar la Historia.

Despertó feliz, con la sensación de que la vida había comenzado de nuevo. Un rayo brillante de sol, colándose por el cierre de la contraventana, iluminaba el aroma olvidado que dejó esa mujer, la mujer, al abandonar la alcoba de madrugada.
El marinero apenas había abierto los ojos. Disfrutaba aún del placer sensual, dejándose arrastrar por la resaca de la noche como la arena de la orilla viaja en la ola que retorna al mar. En su mente, sólo ella.
Y entonces se incorporó abruptamente, los ojos abiertos como lunas llenas. Había comprendido: sólo en un planeta redondo el vientre de aquella mujer, la mujer, podía ser principio y fin de todas las cosas.

Personajes Históricos V. Arquímedes

Personajes históricos VI

En la revista de historia El tiempo en lontananza del mes de marzo de dos mil seis aparece un pequeño artículo titulado Avances de la tecnología militar (II): El espejo ustorio  firmado por Eloy Campos de la Iglesia, catedrático del instituto Martí de Huelva. Pese a que discrepo sobre el concepto que expresa el propio título del artículo, y creo que cualquier avance en la tecnología armamentística no es más que un retroceso, copio un extracto. A veces un estudio histórico es digno de convertirse en relato:
Un viejo de pelo blanco, encaramado a la muralla, daba ordenes a los jóvenes encargados de girar los pesados armatostes de bronce pulido. A su lado Hieron II, que esperaba ansioso sin saber exactamente el qué y, tras él, los oficiales de su ejército se debatían entre la necesidad de que funcionaran aquellos engendros diseñados por el matemático y el deseo de ser ellos quienes pasaran a la historia.
Lo que ocurrió entonces lo cuenta Numerio Lucio en su Bellis Marium (De las guerras en los mares) de forma tan exquisita, que tan solo lo transcribo:”… y entonces los dioses tomaron partido: Helios puso el calor y Marte adquirió forma humana en un anciano débil pero de divino pensamiento. Fruto de la alianza de ambos aparecieron las primeras llamaradas en uno de los trirremos que cerraban el sitio de Siracusa por mar. Entonces el tiempo cambió su ritmo, como si dejara de correr en el aire y tuviera que desplazarse bajo el mar. Los hombres que viajaban en la nave saltaron por la borda, los oficiales que gobernaban nuestra flota ordenaron poner distancia a la costa como si fueran uno, incluso los cormoranes se alejaron de la embarcación ardiente lo más rápido que les permitían los vientos. Nadie se movió, sin embargo, al otro lado de la muralla que defendía Siracusa. Una parálisis colectiva ocupó los espíritus incluso de aquellos a los que se había explicado el funcionamiento del ingenio. Todos estaban inmovilizados por el prodigio que había tenido lugar sobre la superficie del mar, a no más de cincuenta pasos, hasta que, como si el tiempo hubiera vuelto a retomar su prisa, todos, incluido el rey la ciudad, lanzaron un grito aunado. Sólo Arquímedes, entristecido, continuó mirando como el barco se iba escorando”.
Al día siguiente, con el ejército romano temporalmente retirado, se celebraron intramuros suntuosos fastos, como si aquella batalla ganada supusiera el final de la guerra. En una tablilla de cera encontrada sorprendentemente en la campaña arqueológica de mil novecientos noventa y tres en el sitio de Apamea y que se atribuye a Ezequías Sirio, cronista del rey, se recoge que comenzó el día con “el sacrificio de diez carneros y la libación de diez ánforas de vino, que se convirtieron en cientos a lo largo de los festejos”. Posteriormente Hieron II homenajeó ante una multitud a su primo Arquímedes. Somos invencibles, proclamó, mientras nos asistan los hijos de Gelón (cabe recordar que Hieron II y Arquímedes eran primos y el propio rey se proclamaba descendiente del héroe nacido en Siracusa dos siglos antes). Vuestro rey Hieron, continuó, gobierna sin igual su ejército y su hermano Arquímedes saca mayor provecho que nadie de Helios”. Recoge Ezequías, en una nota marginal de la tablilla que “estando yo junto a Arquímedes escuché que decía en baja voz: Diógenes, sin duda, obtuvo mayor provecho del sol.”

Revisión del mito de Ícaro II (El mercader).

Todo comenzó con un grito al que se sumaron miles, cientos de miles, quizá millones de gritos. Fuimos pocos los que salvamos la vida. La culpa no fue de ellos, es intrínseco en un joven querer contemplar horizontes cada vez más lejanos. Por eso todos aquellos Ícaros ascendieron y ascendieron, cada vez más cercanos al sol, hasta que la cera que les habían proporcionado para fabricar las alas comenzó a deshacerse. Sabíamos que ocurriría, pero nadie les avisó de ello.
Millones de Ícaros cayeron simultáneamente. Parecía que el cielo se desplomara. Y aquel grito, resultado de aunar millones de gritos…
Todos perecieron y, bajo ellos, los Dédalos que no hallaron donde protegerse. Mecidas por el viento, sobre el amasijo de carne informe en que tornaron los cuerpos, caían lentamente las plumas desprendidas, como si de una vivificación del Tártaro se tratara.
Como digo, sólo unos pocos salvamos la vida. Aquellos que acostumbramos, sabiamente,  a habitar en los umbrales.

Revisión del Mito de Icaro I (La caída).

Encontramos al anciano en la punta más oriental de la isla de Tricania. Por su actitud pensaría que busca en el mar, pero sé que el sol cegó su vista tiempo atrás. Me apena contemplar su pelo desmadejado, la túnica harapienta, el aspecto depauperado del que no hace mucho tiempo fue el arquitecto más celebrado en toda Grecia.

– Maestro, – le digo, – maestro.
No responde.
– Maestro, – insisto.
– No hay caso, – asegura mi acompañante.- Lleva años aquí, esperando que las mareas arrastren el cadáver de su hijo. Aquí duerme. Se alimenta de lo que le traen las almas caritativas, pero pasa días sin comer si nadie viene. No insista, créame. Tiempo atrás Ícaro murió en su caída al mar. El gran Dédalo aún sigue cayendo.

Alegato

Antes azotaba mi memoria. Venía así, sin avisar siquiera, como un huracán violento; arrasaba los pensamientos, ideas, percepciones. Su recuerdo. Todo lo devastaba. Ahora puedo asegurar que he conseguido olvidarla.

En ocasiones, quizá, se cuela en los entresijos de la noche, pero fragmentada, como se nos aparecen en sueños las caras de los muertos.

Acá su sonrisa de ángel, allá su mirada invitante.
Después su lengua. Su lengua húmeda, su lengua que cimbrea. Su lengua prostibularia.
Su lengua de todos.
Su enorme lengua morada.

El día de la muerte de Benito C.

Me gusta, cuando viajo a grandes ciudades, dedicar un día a caminar sin rumbo. Dejo entonces en el hotel cámaras, mochilas, guías, bolsas, teléfonos y monto en cualquier transporte hasta apearme en un lugar desconocido desde donde comienzo a caminar simulando tener un destino: entro en tiendas donde no esperan turistas, como carpinterías o pequeños colmados, de vez en cuando saludo, alzando ligeramente la barbilla, a algún peatón que me responde con el mismo gesto y con mirada sorprendida y paro a comer un menú sencillo simulando tener prisa por volver a la oficina. Me gusta pensar, aunque sé que no es cierto, que así palpo el ambiente más real de la ciudad.
En aquella visita a Barcelona también lo hice. Compré papel de lija del tres y una docena de tornillos y tuercas, saludé a toda señoraconcarrodelacompra con la que me crucé,  y comí en un bar con olor a fritura y sonido de tragaperras. Después pasé por el Mercado de la Boquería y tuve que esforzarme para no entrar porque imaginé que serían  pocos los barceloneses que lo hacen por la tarde entre semana. Cuando el sol comenzó a caer, llamé desde un teléfono público a mi amigo David con quien había quedado para cenar y le dije que estaba en un locutorio de la calle D´en Robador. Recuerdo que me preguntó qué hacía en el Rabal y me dijo que no me moviera de allí, que pasaría a buscarme.
Me dirigí entonces al muchacho para que me cobrara la llamada y me asignara un ordenador. Por desgracia, debido a mi trabajo, es algo de lo que no puedo desconectarme. Entonces encontré el correo de mi hermana con título “Leelo urgente”. Me decía que no le gustaba que me enterara así, pero que llevaban todo el día llamándome y que no respondía al móvil. Después había un punto y aparte y en la línea inferior sólo ponía Padre ha muerto. Otro punto y aparte y un Llama.
Son curiosas nuestras reacciones en ciertos momentos. Quizá lo normal habría sido llorar pero yo no sentí pena. Me desagrada reconocerlo, pero fue así. Hubiera podido cerrar mi correo electrónico y haber abierto la página de algún periódico, hubiera podido cruzar a cualquier bar cercano y tomar una cerveza. Sólo sentía nostalgia de mi propio pasado.
La tristeza vendrá más tarde, me dije, molesto conmigo mismo, y quise grabar en la memoria todo lo que había a mi alrededor para, cuando llegara el momento, poder en mi imaginación trasladar hasta allí la pena aplazada y, quién sabe, quizá poder falsear mi recuerdo. Levanté la mirada por encima de la pantalla y me fijé en el local. Antes no lo había hecho. Había seis ordenadores y doce cabinas telefónicas, las conté, cada una en un cubículo de madera que habían construído, sin duda, los mismos propietarios del negocio. Había cinco relojes que marcaban las ocho y veinte en barcelona, las dos y veinte en Mumbay, las nueve y veinte en el cairo, las dos y veinte también en Lima y las tres y veinte en Guayaquil. Había un panel de corcho cubierto de anuncios escritos a mano, para compartir piso, para cuidar niños o ancianos. Había una máquina de refrescos y un paragüero también.
El local estaba lleno, todos los teléfonos ocupados y gente esperando: magrebíes, subsaharianos, paquistaníes o índios, europeos del este. Todos gritaban al auricular con una sonrisa en la boca y con quebranto en la mirada. Un gran coro de voces entrelazadas, enrolladas, ininteligibles.
Y entonces, quizá habían pasado diez minutos, la tristeza llegó y me produjo alivio. Sentía caer las lágrimas por mi rostro. Una mujer joven, africana, me observaba sentada en su cabina. Había dejado de hablar y con su mirada, casi roja de tan negra, acariciaba mi llanto. Sus labios seguían sonriendo, la misma sonrisa de los demás, fingida para los suyos que estaban al otro lado del teléfono.
Y por un momento, quizá menos de un segundo, lo juro, entendí todos los idiomas del mundo.

Micropentateuco V. (Las murallas de Babel).

5.4 …y decidieron entonces fundar una ciudad y levantar una Torre cuya cúspide llegará al cielo.
5.5 Y vió Jehova  la construcción de los hombres y entendió que aquello le desafiaba, 5.6 y dijo: Este pueblo es uno y tiene una única lengua y unas mismas palabras y, nada así, detendrá su obra.
5.7 Y decidió entonces bajar a la tierra y confundir sus lenguas y que ninguno entendiera lo que el otro hablaba. 5.8 Y en la confusión, uno de los hombres dibujó en el suelo la Torre, proyectando así el primer plano, y los otros hombres comprendieron y siguieron construyendo. 
5.9 Y entendió Dios aquella irreverencia mayor que la anterior y bajó de nuevo a la tierra y, furibundo, creo las naciones. 5.10 E imaginándose los hombres distintos entre ellos no colaboraron más, 5.11 y abandonaron la construcción de esbeltas torres y emplearon sus esfuerzos en levantar muros infranqueables.

El discurso del Verdugo

Sois todos iguales. Ni uno de vosotros se salva. Podéis ser más bajos o más altos, más o menos gordos. Igual alguno tiene el pelo un poco más largo, los ojos más claros o una pequeña marca de nacimiento, pero, en el fondo, si os colocara a todos en fila, junto a la pared, y caminara frente a vosotros viendo vuestras malditas caras de cerdo, al final no conseguiría recordar nada de uno solo de vosotros que lo distinguiera del resto. Os guste o no os guste, sois todos iguales.
Y os guste o no tenéis todos el mismo discurso de mierda. Vuestros cerebros están abotargados, conformes con recibir la sopa boba. Os contentáis con los desperdicios que os lanzan. Ninguno de vosotros es capaz de pensar algo distinto a lo que piensan los demás. No utilizáis palabras siquiera, sólo gruñidos. Todos el mismo gruñido adocenado. Puede ser que uno grite más que el resto, pero a fin de cuentas será el mismo grito agudo e insoportable carente de significado.
Y no vais a cambiar. No penséis que sí, porque nada va a cambiar. Antes de ahora han pasado por aquí miles como vosotros, la misma cara, el mismo aspecto, los mismos quejidos antes de enfrentarse a la muerte, los mismos que vosotros lanzaréis en unos minutos. Pero todos morís igual, hasta para eso sois la misma cosa. No cambiáis, nada cambia. Tras la muerte os sigo, os busco, y colgáis de las charcuterías, las mismas patas, los mismos embutidos.
Todos iguales, unos a otros.

La primera muerte de Ahmed Ali Shibab

La primera muerte de Ahmed Ali Shibab.
Homenaje doce días después de su segunda muerte. 
Hoy todo verso que se precie rimará en negro, porque hace apenas diez días falleció por segunda vez el poeta palestino Ahmed Ali Shibab.
Uno de los personajes cumbre de la literatura islámica contemporánea, pasó más de siete años en la prisión libanesa de Khiam, en una celda de apenas un metro cuadrado donde al principio, para tratar de evadirse de las torturas frecuentes, compuso poemas que recitaba repetidamente hasta aprehenderlos primero y aprenderlos después. Su libro, Al anochecer no estaré, una recopilación de ellos, es sin duda uno de los poemarios con mayor fuerza, sinceridad y amargura que he leído.
Durante el resto de su condena, al menos cuatro años, optó por el absoluto silencio.
Su poesía intimista, que podría ser clasificada como pos modernismo árabe, ha sido interpretada, creo que erróneamente, como un grito de aliento al nacionalismo palestino y fue perseguida tanto por autoridades de Líbano, donde residía, como por el gobierno de Israel.
Dicen que al ser abandonado el campo de Khiam por las fuerzas israelíes y entrar las tropas del nuevo ejército libanés, un soldado abrió con maza y cincel la puerta de su celda. Después de meses de completa oscuridad Shibab sólo pudo, según sus palabras, distinguirsu alma militarizada, la de un espíritu entrometido. El soldado, un joven al que el servicio militar había interrumpido el estudio de Letras en la universidad de Tyro, le preguntó:
– Nombre-, como una orden.
– Ahmed Ali Shibab.
– ¿El poeta? – preguntó el joven con la voz quebrada.
– No,- contestó,- el poeta Ahmed Ali Shibab murió. Yo soy otro.
Gracias a Dios, o a Alá, Shibab resucitó y nos regaló un buen montón de poemas, armados de palabras, de vida y de esperanza. Poemas como otros no podrán escribir así vivan cien veces.
Hace apenas diez días, como decía, murió por segunda vez Ahmed Ali Shibab, y ésta parece que sí será definitiva.
Qué la tierra le sea leve.